Arquidiócesis de Xalapa

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La Pascua y el don del Espíritu Santo

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Pbro. José Rafael Luna Cortés

Los evangelios nos atestiguan que la experiencia que tuvieron los Apóstoles y la comunidad de los discípulos acerca de la Resurrección de Jesús fue muy rica. Aquella realidad que fundamenta nuestra fe sin la cual sería vana, como afirma san Pablo en su carta a la comunidad de Corinto: Y si Cristo no resucitó…vacía también nuestra fe (1 Co 15, 14) pero de la que sólo “la noche”, ¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo (Pregón pascual), los Apóstoles y la comunidad de discípulos llegaron a tener experiencia ya sea por las apariciones de Jesús resucitado, el testimonio del sepulcro vacío que la Sagrada Escritura ilumina y siguiendo el pasaje del evangelista san Juan 20, 19-23, también podemos decir que la resurrección de Jesús llega a ser un acontecimiento fundante para la fe por medio del perdón de los pecados. Al atardecer de aquel día, el primero de la semana…se presentó Jesús en medio de ellos…les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor…sopló y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

Los evangelios nos narran que no resultó fácil a los discípulos hacerse testigos de Jesús, ni lo fueron por su propio ímpetu. Cuando los discípulos de Jesús que más estrechamente se han relacionado con él, que de hecho ya han empezado a seguirlo, se ven en el trance de acompañarlo en la cruz, se escandalizan y lo niegan. Pedro en particular, no supo valorar esta dificultad, durante la última cena había dejado escuchar su voz con una cierta determinación: Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré (Mc 14, 31), sin embargo los acontecimientos que siguen a la aprensión de Jesús dejan un amargo sabor de boca sobre la determinación de los discípulos: Y abandonándole huyeron todos (Mc 14, 50).

La tarde del mismo día de la resurrección, el encuentro de Jesús con sus Apóstoles a quienes muestra las marcas de la crucifixión y sobre quienes sopla para que reciban el Espíritu Santo, funda la experiencia de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Porque precisamente ahí donde el ser humano ha fallado es donde se conoce la veracidad de Dios a sus promesas. Por eso Jesús va al encuentro de sus discípulos como fidelidad más fuerte que la misma deslealtad del hombre, como amor más firme que la misma traición, como gracia más fuerte que el pecado.

En muchas ocasiones se ha puesto de relieve en el sacramento de la confesión únicamente uno de los actos del penitente, que es la declaración de sus faltas. Sin embargo no podemos olvidar que el pecado nos hacer perder la amistad con Dios al rechazar querer tener una relación filial con él, distinta a la actitud de Jesús, tal como lo atestiguan sus palabras: Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre (cf Jn 8,29). Por eso la experiencia de la Resurrección de Jesús y fruto de esta presencia de Dios en nuestra historia y en nuestra vida es la reconciliación. Al ir Jesús al encuentro de sus Apóstoles, ahí donde las puertas de la casa en la que se encontraban estaban cerradas, Jesús restaura en el grupo de los Apóstoles la fuerza de su elección gratuita que los llevará a ser testigos suyos: como el Padre me envió también yo os envío. Dicho esto, soplo y les dijo: Reciban al Espíritu Santo. La presencia del Espíritu de Dios en nosotros tiene como finalidad restaurar nuestra capacidad de ponernos en camino. De levantarnos de nuestras postraciones. De seguir arriesgándonos. El Espíritu Santo es una fuerza creativa y vitalizante que a cada uno de nosotros ofrece la audacia de no dejarse derrotar. Porque la vida se acrecienta en el don de sí mismo, y es donde encuentra su razón de ser.

Por eso el acontecimiento de la Pascua y el don del Espíritu Santo en Pentecostés tienen que ser vistos como dos dimensiones de un único evento, que fundamenta nuestra fe en la experiencia que nos ofrecen los sacramentos de la Resurrección de Jesús. Es por eso necesario en el sacramento de la reconciliación impostar, no sólo el aspecto de la declaración de las faltas sino de la restauración de la vida nueva como hijos de Dios que hemos recibido en la pascua bautismal. Esto es la fidelidad de Dios a sus promesas más fuerte que el pecado, el amor de Dios como gracia más fuerte que la debilidad del ser humano.